Y llegaron
en sus naos con sus cruces y sus hierros,
y cayeron en la noche de repente...
No se sabe (a ciencia cierta) a que vinieron,
cual consigna soterrada ellos trajeron,
más sus frutos fueron estos:
Opresión, y sangre, y fuego.
Y vinieron con promesas y con cuentos
y trajeron piedrecillas relucientes,
y sus tubos lanzafuego
sus varitas puntiagudas,
y sus perros adiestrados
en el odio y en la muerte.
Convirtieron bella aurora en un ocaso
de terror y de lamentos;
y sonaron las cadenas
y callaron los cantares primigenios...
y el arroyo se escurrió medroso y trémulo
por las breñas del desierto.
Se escapó silentemente
a los montes más lejanos
la verguenza primitiva
de una raza que por buena y que por noble
(aunque no menos valiente)
reducida fue a la nada,
al olvido de los siglos
y a la endecha del silencio.
Y aunque un grito trepidó en la sierra umbría,
y temblaron los blasones y los fierros,
el aleve castellano por sus fueros
al indiano ya cansado y abatido
una villa le concede,
y una tumba
do reposen sus bucólicos pellejos.
Y después que ellos vinieron
con sus hierros puntiagudos y sus perros,
en los cerros sólo se oye
el crujir de tantos huesos,
que celebran la epopeya más canalla
que recuerden los milenios.
R. Gruger / Santo Domingo / 12 de octubre de 1985