Estoy construyendo una casa
donde quepa mi abuela.
Mi abuela está sola.
Se queda en casa,
y los ojos no los despega de la tele.
Desde que murió mi abuelo
va mañana tras mañana a una agencia.
Juan, dice al dependiente, me dijo
antes de irse que me esperaría en un lugar
frondoso de árboles y con mucha fruta fresca.
¿Sabes niño, dijo, si tu jefe o quien lleve
todo esto puede ponerme para mí un autobús,
o acaso un coche, o un avión, que me lleve
a ese lugar? Es que, dice, me está esperando
y él es de mal esperar, estará impaciente ya.
El chico, ya un hombre con familia y todo,
disimula sus lágrimas con una leve sonrisa.
Cada día, cada vez que llega, la recibe con un nudo
en el estómago, ve en ella a su abuela, una mujer
que no tiene casa, que vive en una residencia de esas
en las que se aparcan a los viejos como si fueran
bicicletas, y llora recordándola, cada beso que de niño
le daba entre libros de texto, cada caramelo...
Lleva varios días sin venir —se quedó pensando.
Mi abuela sigue viendo la tele y discutiendo
con todo aquel que no piensa como ella.
Sigue en sus trece, soñando con ese viaje, sigue...
Al menos anda, se mueve, esa idea fija
la hace moverse —pienso y me consuelo.
Tiene ya noventa años y sigue soñando.