Conocí alguna vez a una mujer con alas propias,
que vestía su piel con una pesada armadura
pero que no le impedía volar.
Era una mujer sin límites ni fronteras,
las que solo eran marcadas por sus sueños
y todos los hombres que conoció.
Era tan perfecta que, cuando hacía el amor
recitaba poemas envuelta en llamas,
tan era perfecta que, tuve la suerte de amarla.
Era hechizo y llanto, fuego y cenizas,
restos de antiguos amores vivían en esa mujer poeta,
con un alma que la obligada a zarpar antes de enamorarse.
Son esas mujeres que dejan restos de su piel turista en nuestra piel,
restos que vivirán como tatuajes indelebles en nuestras vidas,
y que pertenecen a la cofradía de las que secuestran astillas de nuestra alma.