Dos hojas han caído.
El otoño, parece, va instalándose
en el aire poco a poco.
La luz —que antes radiante—
cede uno gramos de alegría,
y el castaño se abre con sus espinas.
Yo, por la ventana, no noto nada;
sigo viendo el gris de una carretera,
el bullir marinero de los coches,
el arranque extemporáneo de alguna moto
y el repartidor del gas gritando su género.
El otoño —que apenas vislumbro en el jardín—
se me esconde mañana tras mañana porque
antes de despertarme, el soplador de hojas,
cual si fuera una Harley, ronquea más que sopla
y además de mal levantarme me sustrae
de la realidad estacional en la que me encuentro.
Dos hojas han caído, sí, pero lo sé de oídas
porque un chico —quien se encarga de la limpieza
del jardín— monda el suelo de cualquier vestigio
que las inclemencias del tiempo depositan
sobre el acerado gris que puedo ver al ventanear.
Menos mal que hay otras señales, inequívocas,
dibujadas en el celaje; las nubes ya no se visten
con los trajes largos que en primavera y el sol,
más cansado de tanto dar vueltas, se toma un respiro,
una especie de parada y fonda, para llegar a diciembre.
A decir verdad, el otoño, ni de lejos, es mi estación
favorita, pero si llega debo abrirle mis puertas.
No hay paz sin aceptación. Ya vendrá la primavera,
y espero ser testigo de su regreso.