Ahí van, solos, únicos,
pasados de transaminasas, divorciados de cuentos
y princesas o príncipes cegatos a los escombros
de sus galones y encantos.
Ahí van los honrados perdedores
con los flaps gastados y sus canas por bandera,
con el suero de sus poemas mediocres,
con las cuentas siempre en el alambre.
Recorriendo los reinos paliativos de la visa,
escrutando las ofertas del mes,
las novedades que confunden al ocaso
de sus ayer explosivas existencias
y colorean por un rato el stock de sombras.
Dignos perdedores que se resisten como tigres
siberianos a tirar la toalla (¡eso nunca!)
Ritualmente se iluminan como soles
con las lunas de neón esas noches muy jodidas
y empatizan con algún felino sintecho
al mirarse a los ojos -un respeto cariñoso
y mutuo adquirido entre viejos perdedores-
Doctorados en la escabrosa ciencia
de la supervivencia social, houdinis
del disimulo y los silencios amaestrados.
Soportan estoicos las fiestas de sus jóvenes vecinos
del piso de arriba los sábados sin fin.
Ellos, solos, a punto de la siguiente derrota,
a un paso de la mutación inevitable
en ser leve, ingrávido a los terremotos
e incendios transformadores del mundo,
cuando en el ascensor se cruzan con su vecina
embarazada del piso de arriba, esa chica de 32
con el brillo de la vida en 16K,
le dicen buenas tardes y le sonríen, le sonríen
de verdad, se alegran de su felicidad, de su juventud,
de toda la juventud y felicidad de la galaxia;
le sonríen explayando sus corazones
de poeta mediocre, de honorable perdedor,
y evitan comentar sobre lo conveniente
y ante todo gratificante
de revisar su gusto musical,
-y es que, qué coño vale la vida
sin que unas buenas guitarras eléctricas
te hayan desvirgado el alma, la sangre,
al menos una vez, al menos una -