No tengo fuerzas para respirar, tengo una daga en el pulmón.
A cada segundo que va, existir se vuelve un suplicio.
Miro enternecida a mi alrededor viendo gente extraña, que no se apena de mi alma, deseosa de estar en su posición de indiferencia,
viéndome ajena, extraña, enajenada.
Pero soy yo la que padece,
la que padece el terrible sufrimiento de ser ajena, ajena en mi propio cuerpo.
Muero por algún día salir de mi piel,
dando fin a la condena de mi último centímetro.