Levantaste tu cabeza de mi pecho y recuperé el aliento,
pero tu estela ya no estaba ahí.
Y fue hasta que reconocí mi sol y amanecí,
que te grité “¡Te amo! ¡Creo!”
Tiramos el caliente olvido al viento
y por primera vez me fusilé: cedí.
Me repatriaste y ahora un extranjero en ti
me obliga a vivir un “¡Te amo, creo!”