Un día aprendes cosas tan sencillas
y complejas a la vez como que
tras ese sabroso cochinillo que te comes
de segundo hubo mucho miedo y dolor,
que los mejores artistas de la historia
eran inadaptados y drogadictos
en un alto porcentaje,
jamás has de acudir para morir a un hospital
financiado por órdenes religiosas
o que para tocar el cielo hay que aparcar el vértigo.
Cosas como que
las estaciones son la pobre excusa de los trenes,
poniendo la otra mejilla solo te vas a llevar
el doble de hostias,
que hasta las sílfides sufren ocasionalmente diarrea
o que la belleza y el amor no se estudian.
Y probablemente aprenderás también
que el silencio pocas veces calla,
que los golpes recibidos
en el momento justo duelen menos,
y que el momento justo nunca es el mejor momento
para todos (ni siquiera para ti)
Un día sabrás que en las lavadoras de carga superior
no se cuelan gatos,
y que los gatos saben inglés
(pues el inglés siempre será más fácil
y práctico que el latín)
Y al fin quizás entiendas por qué
Dios nunca fue apolítico,
a los viejos córvidos les gusta el rock duro
no hay protocolo para llorar
y por qué esos escalofriantes aullidos
(cien por cien humanos) en tu ciudad
ciertas noches de luna llena
tras las ventanas de algunos edificios y por las esquinas.