El enfado tiene fecha de caducidad, es verdad, pero, qué hay con esa sensación de vacío. Esa que con los años comienzas a entender qué significa. Cuando te nacen ganas de llorar, y sin embargo, las lágrimas no salen; apenas consigues humedecer un poco los ojos pero rápidamente se secan y sientes todo y nada a la vez. Entonces le pones título, como si un nombre calmara las aguas. Como si saber reconocerlo te permitirá dejar de sentirlo y todo volverá a ser normal. Entonces piensas y el enfado se convierte en tristeza, de esa que te provoca un poco de dolor en el pecho. Suspiras para aliviarlo, y aunque sea leve, te molesta, te enoja, y quieres mandar todo al demonio. Puede parecer algo dramático que una pared despintada, te lleve a dejar de creer, a no entender por qué tanto lío para quitar esas manchas de humedad que generan desencanto. Bastaría con un poco de pintura arriba y quedaría como nueva. No obstante, no es la pared en sí lo que te descompone, es lo que refleja, el secreto oculto que temes que se descubra; quedar desnuda ante el universo. Y cuando eso ocurra, no saber qué hacer. Porque tú sabes que a través de ella hay más que una pared despintada. Y quieres ocultar el desgaste de años, que aguantas porque te crees una heroína que puede salvar lo que sea con solo amar. No obstante el amor no suele ser vencedor si no se lucha juntos. El alma se rompe poco a poco hasta no quedar nada, o hasta que dejas de creer y querer. Entonces ya no insistes, te cierras al mundo y te hundes en las peores lágrimas. Esas que no se ven en tu rostro, pero que existen. Te enteras en el momento en que te falta el aire, cuando la ansiedad empieza a jugar con tu cabeza y te desespera. Y de repente aparece una puntada profunda, tus ojos se humedecen de nuevo, levantas la vista hacia la pared despintada y aceptas que el corazón es el que llora. Entonces te permites llorar tú también.