Una vez le preguntó cómo salir de una relación hundida en la ingratitud, desinterés, y todo lo que ya sabemos que conlleva el desamor. Lo tóxico; (así como los jóvenes hoy en día suelen llamarla) y la destrucción o autodestrucción que nos obligamos a cometer como un intento de homicidio hacia nuestros mismos; (algunos suelen decirle suicidio) y quizás sea la manera correcta de llamarlo, pero a mí me gusta más la palabra \"homicidio\". Nos obligamos por amor, un amor absurdo que está muy lejos del amor propio. No obstante ella le preguntó cómo salir sin sentir tanto dolor, remordimiento y arrepentimiento. La verdad es que nunca puedes salir bien librado, a no ser, que realmente no has amado. Sin embargo generalmente eso ocurre al revés. Es injusto, si, pero qué más da. Si al final, el que ríe último, ríe mejor.
El dolor es pasajero, la nostalgia cesa con el pasar de los días y comienzas a sonreír nuevamente. Te abres a nuevas personas sin darte cuenta y cuando menos te lo esperas vuelves a ser quien fuiste antes de conocerlo, y otra vez todo está bien.
La cobardía es tu peor enemiga. Es asesina, fría. Te clava un puñal en cada oportunidad y se te pasan los años dentro del vínculo oscuro y solitario que tú permites.
La señora le respondió que soltara, que no vale la pena. Que cerrará los ojos y sin pensar en nada escapara hasta sentirse a salvo; (Lo sé porque yo estaba ahí, oyendo desde la terraza de mí casa). La vi llorar sinceramente, lloraba toda su alma desgarradora. Podia reconocer el cansancio emocional que se escondía detrás de esas lágrimas gordas y pesadas que se desplazaban en su cara bonita. Juro que sentí deseos de acercarme y abrazarla. Sin embargo aunque quisiera no podía, no quería interrumpir su confesión. Necesitaba librarse de todo lo que llevaba cargando en sus hombros y eso yo lo entendía bien. Así que permanecí en mí sitio y encendí un cigarrillo para disimular, para que no se percate de mí presencia. Pero cuanto más oía, más familiar se me hacía su sufrimiento. No sé por qué pero estaba seguro de que la conocía más de lo que imaginaba. Como si la historia fuera repetida una y otra vez en paisajes distintos, en compañía elegida al azar y en explosiones un poco más fuerte cada vez. Conmigo jamás a hablado y si así lo hiciera, qué podría decirle yo... Decir lo que ella quiere escuchar, o callar y permanecer quieto en el puesto de oyente. O interrumpir su descargo y decir todo de una vez, duro y seco. No, no sabría que opción es la más adecuada, así que agradezco no ser yo quien deba consolarla.
La señora en un momento se levantó de su silla y entro adentro de la casa, mientras que ella se limpiaba la nariz con la manga de su suéter, y se secaba un poco los ojos. Estaba ahí, tan frágil, pero no me dejaba de parecer bonita, aún con los ojos rojos y la cara pálida de tanto llorar. No podía dejar de observarla, y eso me terminó de jugar en contra, porque en un segundo levanto la mirada y me vio; mirándola, consolando la desde la distancia. No estaba muy seguro de a dónde meterme. O si saludar sería lo más correcto, o simplemente ponerme el cigarrillo en la boca y sutilmente quitarle la mirada. Igual no me sirvió para nada, porque mientras yo decidía qué hacer, ella se levantó, me miró eternamente y se fue sin despedirse. Esa mirada impacto bien adentro, es como si con esa mirada me haya dicho todo, sin decir nada. Y de repente sentí un flechazo, pero no un flechazo de esos que uno dice cuando se enamora... Más bien, fue, como... De tristeza. Quería correr para encararla, realmente abrazarla muy fuerte, hasta que sus huesos sonarán o me pidiera que la dejara. No lo sé bien, tampoco comprendo al día de hoy por qué quería abrazarla. Por qué por las tardes antes de que el sol se esconda, subo a la terraza con la ilusión de volverla a ver. De lo que sí estoy convencido, es de que se ha vuelto una rutina estar ahí esperando con un cigarrillo en la boca. Tal vez aguardo su llegada para devolverle la mirada algo esperanzada, y se acerque a mí jardín para charlar y conocerla.
Pero volviendo a aquel día, recuerdo que permanecí como una estatua, observando como desaparecía por la avenida San Martín. Mis terribles ganas de seguirla, de conocer su nombre, robarle una sonrisa y parar la tormenta. Entonces la señora que había salido, traía en sus manos una bandeja con limonada para dos, pero ella ya no estaba. Me miró interrogante , yo moví un poco la cabeza hacia la derecha, como marcando para donde se había ido. Asentó con la cabeza en modo de agradecimiento y discreción, le devolví el gesto y se metió a la casa nuevamente. Mientras que yo, solo pensaba en esos ojos tristes y mataba el deseo de refugiar su pena en brazos extraños.