Mientras meditabundo y cansado
pienso en cien cosas vacías,
un alma caritativa hace sonar
las campanas de una iglesia,
y el sonido templado, sugerente,
me conforta.
¡ Qué dulce monotonía esparcen
al aire frío, nevado casi,
que en esta mañana otoñal a todos nos hiela.¡
A su toque, los creyentes saldrán a misa
y recogidos en la iglesia,
cantarán al cielo acompañados
por el llorar cansino de las campanas.
Las campanas, ¡ qué existencia tan extraña. !
Desde su cénit olvidado nos miran pensativas,
llenándose con nuestras vidas
que luego derraman cuando el monaguillo
las hace desperezarse.
¿ Cuántas veces habrán gemido,
susurrando trémulas la muerte ?.
¡ Oh, Dios, qué recuerdos. ¡
Aquel día infausto,
con toda la placidez de mi infancia
inmersa en cinco angelicales años,
ahora me conmueve. Las campanas
sollozaban entrecortadamente
una endecha mortal,
un anuncio sobrecogedor que nada me sugería.
Pero en mi inevitable curiosidad
indagué el cruel significado: un niño había muerto.
¡ Ni pensarlo quiero ¡.
Por la tarde le vi desaparecer
dormido en su blanca cajita,
llevado en hombros heridos
por la calle Mayor,
la que conduce angostamente al cementerio.
Fue el primer anuncio,
casi olvidado, del ocaso.