Si cada uno de nosotros
es un punto peculiar
en la recta de la historia
producto de la azarosa y extensa serie causal,
hemos sido bendecidos
con la extraña maldición
de una vida desprovista
de un manual que nos oriente en alguna dirección.
Esa falta de sentido
es lo que lleva a emerger
la sensación de vacío:
un agujero absorbente de toda la brillantez.
Pero ese mismo vacío
brinda la oportunidad
de elegir cómo llenarlo
y trazar la trayectoria puramente personal
para así determinar
nuestra huella en este mundo.
Las opciones se presentan
muchas veces disfrazadas de los modos más oscuros
y encontrarlas sólo exige
transcurrir un derrotero
acorde con nuestro ser:
hay que vivir preguntando, hay que preguntar viviendo.
La experiencia dictamina
cierto alivio veleidoso
en la simple pertenencia
a alguna comunidad que nos salve del ahogo
en nuestro aislado intelecto,
como célula cubierta
de membrana impermeable
destinada al extravío, al olvido y la tristeza.
El sosiego se engrandece
disponiendo el cuerpo, el alma
y el espacio circundante
a la cita con los otros, y a encontrar una mirada.
Estos indicios sugieren
un veredicto valioso:
el vacío se rellena
al tomar plena conciencia que el sentido está en los otros,
el sentido está en nosotros.