Nunca amaneció, pero tú no podías saberlo.
No podías saberlo porque todo sucede
golpe a golpe y es tan breve la vida
que todavía pudiera estar naciendo.
Tú que desconocías los designios de la aurora,
venías de desempolvar estrellas
y de atrapar al vuelo una taranta.
¡Qué dulce el aguacero que corría por tus venas!
¡Qué pálidos los ojos de los jinetes muertos!
¡Qué rumor de olas se agitaba en tu belleza eléctrica!
Un vino de cerezas aliviaba la soledad de tu pupila ausente.
Era tu voz dolor recién parido,
vientre que había sufrido un babel de pérdidas,
en tu corazón llevabas un viento atormentado
y escribía sobre tu piel la lluvia su destino.