BARAJA ROTA
El barrio barnizado, barrio viejo
entre ilusiones nuevas y siempre repetidas.
Y todos somos otros,
y tan indiferentes,
y tan nosotros mismos
en el reflejo oscuro del cristal de la puerta
de la carnicería.
No hay que cerrar los ojos para que todo vuelva.
El hijo de Ramón el camarero
corta chuletas con las mismas manos
-fibrosas, piel morena, el movimiento exacto-
con que su padre me escanciaba algún chupito
cuando se me desbocaba la tristeza.
Debajo de la barra
acaso todavía perviva una molécula
que recuerde mi voz,
la línea de mis cejas,
los anhelos nocturnos de esa niña-mujer
que ya no encuentro.
La música en sordina acaricia mi nuca
como un chal de otros tiempos,
y un perfume de rosas fenecidas
me desnuda la espalda
con la melancolía difusa del recuerdo.
El póster de Edward Hopper aún vigila,
pero hoy los halcones son espectros.
Desde el reflejo oscuro de la puerta
una mujer (sin niña) me sonríe,
un poco triste, la melena corta,
raya al lado, las canas
teñidas en la raíz tan cuidadosamente
como las pinceladas últimas de un retrato.
Un viejo tembloroso se esboza desde el fondo
de un espejo.
Tiene los ojos negros y un resplandor de nieve.
La mujer del cristal cierra los ojos
mientras el hacha corta los pedazos
tajantes, hasta el hueso,
como el tiempo y la vida acuchillan ayeres.
Mientras, cruzan despacio
mis fantasmas, en círculo cerrado…
La mujer del cristal se ha disuelto en arena
y los pies de las amas de casa, con sus prisas,
la van desmenuzando