Alberto Escobar

Voy y vengo

 

 

 

Me viene y me va. 
Un día sucede a otro,
unas ganas a otras,
un nublado a un sol,
leer o no, saber
de cosas que no me conciernen. 
Una rosa no florece
igual cada día, el rayo la levanta,
la luna la acuesta, y el nublado...
Me viene y me va, 
y los coches, unos para arriba,
otros para abajo, los neones
apagados son los mismos, 
la bicicleta apoyada en la baranda
la misma, las horas, las mismas, 
la esperanza de lo imprevisto 
la misma, la sirena de la policía
suena a impotencia, a lo mismo. 
Se supone que esta noche
mueren todos los santos
para resucitar de madrugada
y celebrarlo —eso me dijeron—, 
y ahora estoy en esas,
regurjitando todos mis principios,
poniéndole tipex por encima a cada
uno de ellos para cambiarlos y escribir
otros nuevos—como los pintores hacían
desde antigüo cuando se les terminaban
los lienzos y las tablas.  
Tengo como una pequeña punzada
en el vientre, cerca de la costilla,
con la sensación de que uno de ellos
se me está escapando para no sucumbir
a este exterminio —principio sensible,
cobarde, que huye de la quema,
que se niega a ser reseteado cuando todo,
incluidos los aparatos a los que nos atamos
por respiración asistida, se dejan actualizar,
obedientes, como empujados por una inercia
de la que no pueden sustraerse aunque 
quisieran, y que les lleva, lentamente,
a una inoperancia programada que es, ahora,
el nuevo nombre que, por reseteo, tiene
la muerte, una muerte menos digna, metálica,
inhumana, inexorable por designarla un dios
que impera sobre todos los dioses: El Comercio—.
Me vienen y me van las ganas, la voluntad, 
se me esconden debajo de la cama y juegan 
como niñas con mi paciencia, me esquivan
todos los golpes que la ira extrae de mis puños,
esquivan el intento de comérmelas para tener
ganas de seguir adelante, de seguir tecleando
las sandeces que plasmo ahora sobre un papel
que me pide a gritos que me detenga pero que,
rebelde, desobediente, desoigo con alevosía,
con saña y premeditación para que se rasgue, 
para que rompiéndose en mil pedazos se me abra
en canal y me cuente sus entresijos, me enseñe
la tinta de su rayado, la celosía de su entramado,
la ciencia de cómo su celulosa se revuelve 
sobre sí misma hasta dar con su tejido, con esa
textura exacta que conviene a mi tinta y la hace
deslizarse sobre su superficie inmaculada, 
virginal y no sabedora de la palmaria futilidad
de lo que estoy escribiendo, y, una vez sepa
todos sus secretos, utilizarlos clandestino
en alguna obra, o guardarlos en un cajón 
para así amenazarle con su desvelo si ella,
la página en blanco, no se me muestra amable,
suave en su superficie, como a mí me interesa.
Quisiera sobornarla de tal manera que ella
acabe implorándome que haga correr la tinta 
de mi sangre sobre su vestido blanco ya lavado, 
ya seco, ya preparado para recibir el esperma 
de mi aliento, de mi desgana, y tiemble de placer. 
La rosa florece, y sonríe...