Los hombres son como las urracas,
van detrás de todo
lo que brilla.
—María E. Roca Barea,
6 Relatos ejemplares 6.
El oro,
el vulgar oro, padre de mis inquietudes.
Para el oro viví y del oro nací,
sobre oro me crié y alrededor de mí
todo era del color de este vil metal.
Mi cuna, sí, labrada en oro de las manos
de los mejores orfebres de la ciudad,
mis juguetes, también, bañados a fuego
en el mismísimo oro de las Galias,
y mis vestidos, cómo no, oro macizo,
de tejidos sabiamente engarzados, de trama
tan bien tramada que hasta los más reputados
reyes —que venían de los más lejanos lugares
a rendirme visita— quedaban boquiabiertos
de tanta majestad en el arte de la costura.
Ese oro,
ese que ahora me indigesta el intestino.
Fue tanta mi codicia que vendí el alma
al diablo cuando la escasez me vino a llamar.
Era jueves, con un sol que entraba
a borbotones desde todas las latitudes
y en todas las estancias de mi palacio.
Era jueves, decía, radiante como pocos jueves
antes de este, y ante la tabla rasa de la codicia,
del desmesurado tren de vida que me fui
imponiendo dada la abundacia en la que vivía,
confiado en la infinitud, iluso yo, de algo
que por definición es finito, me vi de repente
sin ochavo que llevarme a la boca: el personal
del palacio, que era interno, disfrutaba, cómo no,
de barra libre en las fresqueras y despensas
que contentas tenían sus puertas abiertas,
los pobres, que atendiendo a los rumores
del dispendio y la liberalidad de que hacía gala,
hacían cola diaria para llenar sus panzas, y las ONGs,
a través de sus agentes, se personaban confiados
en lograr generosas suscripciones a sus causas.
El oro, ahora que os hablo, ahora que estoy
consiguiendo por fin un momento de serenidad
para contarlo, ha acabado por devorarme de raíz.
Soy un juguete roto, un insensato malbaratador
de una fortuna que no es mía, que proviene sagrada
de mis generaciones precedentes y que yo, iluso,
levitando permanentemente sobre una realidad
que no llego a sentir bajo mis pies, he echado a perder.
Además, para colmo, ayer, al conjuro de la oscuridad,
de cúbito supino sobre mi almohada, hice un pacto
con el diablo y me concedió convertir todo lo que tocara
en oro, de manera que mientras escribo, entre frase
y frase, como de una tortilla a la francesa que en la sartén
era del amarillo del huevo, y al pasarla al plato, que pasó
de la porcelana al oro, seguía así, y al acercármela a la
boca y tocar con los labios se convirtió en oro, amarillo
también pero más oscuro y menos apetitoso, y me está
produciendo unos ardores que flipas.
Voy a dejar ya de comer, que tengo un fuego
en el estómago que parece de San Telmo.
Me veo que voy a tener que ir a la cocina y tomarme un almax,
aunque para qué, si se me va a convertir en oro...