Somos ciegos,
ciegos que pueden ver
pero no miran.
—Pepe Saramago,
No veo.
Miro un cuadro
y no entiendo.
Miles de personajes
derramados sobre el lienzo
como una mancha de aceite.
No alcanzo
a entender qué pasa.
Uno de los personajes, a caballo,
se yergue con una cimitarra
de enormes dimensiones,
y va sajando los cuellos
de cuantos se les tercia
en el camino, sin piedad alguna.
No concibo
que un ser humano
con el poder que le otorga
blandir una espada
pueda disponer a destajo
y a capricho de tantas vidas.
Miro, y vuelvo a mirar,
esta vez con más atención,
y doy con un niño apenas
perceptible a simple mirada.
Aparece en una esquina perdida
del lienzo, por detrás de su padre
—parece ser— y llorando,
su rostro quebrado de dolor,
de impotencia, aunque quiero
pensar que celebrando por dentro
que todavía puede contarlo,
sus ropas son jirones de desgracia,
alas rotas por la violencia
de quien caza sin reparar en el dolor
de quien recibe el mazazo.
MIro —fijo las pupilas a hierro
sobre el lienzo—, y reparo esta vez
en un vendedor de castañas, cantando,
ajeno a toda la escabechina que le rodea,
como si de un músico del Titánic
se tratara —yendo a lo suyo...
Retiro la mirada, súbitamente,
porque la noto rota, derrotada
de tanto horror derretido en miles
de colores y sabores, de tanto misterio
que el alma humana encierra
y que, como la esperanza a la caja de pandora,
quedará per sécula seculorum sepultado
en el desconocimiento y la desdicha.
Doy media vuelta, me atrevo,
y miro a otro lado, la vista ya cansada,
los ojos ya deshechos de tanto sinsabor.
Vuelvo a mis quehaceres, mi rutina, mi sequedad.