Puedo decir que vivo con hambre,
un hambre permanente.
Duele, pero no sé en dónde,
si en las piernas, en los pájaros cuando amanece;
si en el estómago, si en la lluvia o la rendija,
pero duele.
No quiero panes ni pasta,
tampoco quiero carne,
el arroz de mi madre
o las excusas de un buen amigo.
Diría más bien que tengo hambre de su nombre
aunque casi siempre estoy lleno de soledad
o de un dulce parecido a la tristeza que muerdo,
y aunque vivo con hambre, casi no como,
porque me he dado cuenta de que no se come por hambre
o por necesidad, por el olor de las viejas pasiones,
se come porque hay con quien comer
porque es una excusa para la compañía.
Ahora que estoy solo, y que tengo hambre,
hambre de su nombre, como dije,
hambre del hombre pez,
hambre de otras tierras,
de un nuevo poema,
de morder la luna en una playa,
me acuesto pensando en la comida
sueño que muerdo, mastico, trago
y muerdo y me despierto
con una sed tan seca como un jueves de partida.