En la vida,
todo es una metáfora.
—Haruki Murakami.
Cada cosa,
cada suspiro,
cada latido,
tiene un nombre.
Yo tengo un nombre,
mi camisa blanca, otro,
el jabón que mi madre
me extendía al bañarme
otro, el olor a lavanda
que en el baño quedaba
al salir, otro.
Cada recuerdo,
cada roce, cada claro de luna,
cada estrella que corre
en el cielo portando un deseo,
cada cosa, sí, tiene un nombre.
¿Y por qué solo un nombre?
¿Quién tiene en este mundo
tanto poder como para legislar
sobre el nombre de las cosas?
Desde ahora, y a propósito
de esta pregunta, decido
llamar a la lluvia aceite,
al mar llanto,
al sol llama,
al beso que escapa de mi boca
añoranza, y al llanto reguero
¿Quién me lo puede prohibir?
Pongo el café al fuego
aunque no haya fuego, hago la colada
aunque el agua de lavar
ya no se cuele, llamo calor a tu abrazo
aunque solo leve me conforte,
colgaré el teléfono aunque ya no exista
dónde colgarlo y así un largo etcétera.
A ti, que me lees en este instante,
te llamo esperanza, desasosiego
y cualquier otro sinómimo que case
con lo que sientes al leer esto.
Llamaré a las cosas
según el ánimo del día, así se me antoje.
Soy libre, y no hay ley que ponga palos
a mis ruedas —quiero rebelarme.
Tú, que lees ahora estas vacuidades,
llámame nadie, o como te plazca,
la boca es tuya y tuyas tus neuronas.
No te dejes seducir por la corriente,
nunca.