Tomás Sánchez Rubio

SUEÑOS

Cada verano mi alma persevera

─o bien, se obstina insurgente─

en soñar con estaciones

de andenes tristes, lejanos

puentes de piedra

y despedidas a los pies

de una escalera.

 

Cierto miércoles de siesta,

me pareció distinguir

a una anciana en el anochecer

de los años,

yendo despacio

hacia las infinitas vías

del último tren de su vida.

De tanto en tanto,

se volvía para mirarme

con una sonrisa triste

y dulce como

las naranjas de mi niñez,

de fina cáscara y olor marchito.

 

Una madrugada plomiza,

realmente vi brotar una flor ajada

entre dos ojos de un puente abandonado,

parecido a aquel donde conocí

a mi primer amor verdadero.

Diría que me miraban fijamente

sus cuencas vacías

con todo un ceño fruncido,

a la manera de esas brujas

de cuentos

que capturaban infantes incautos

o abandonados en el bosque

por papás menesterosos;

hechiceras que los engordaban,

pero nunca llegaban a comérselos,

porque algo pasaba

en el último momento:

una sórdida refriega,

una salvación inesperada,

un arrepentimiento a tiempo…

 

Una noche, soñé con que mentía

diciéndole a alguien

que nuestro cariño

viviría para siempre;

imaginé que se me detenía

en la comisura de los labios

un adiós que olía a hierba

recién cortada, pero

con el sabor amargo

de todo jarabe que palia

el antiguo inevitable dolor

que nos marca

la frontera entre la corta niñez

y la larga existencia de adultos

 ─tibiamente─ responsables.