Dueño de un vocabulario primigenio,
el ignorante, no tiene ganas de expresarse,
no posee las palabras adecuadas
para que fluyan sus ideas, y conceptualicen sus mensajes.
Sólo le queda al ignorante:
someterse al instruido,
al de los vocablos elegantes,
para él desconocidos;
y seguirlo, como la única brillante tea,
que aparece tras las sombras.
Sólo le queda adorar, una palabra moldeada
como la imagen de la virgen, en material tallada,
seguirla como a una Biblia, pero llena de patrañas.
¿Qué sucederá con toda esta gente?
¿Seguirá subordinada, siendo tantos,
ante tan pocos?.
Todo está en que la palabra
se muestre contemplativa y cotidiana,
no pomposa y juzgadora;
todo esta en que nuestra fe,
no sea un arma cegadora.
Ahora que las masas deciden pisar tierra,
porque se cansaron de flotar
en el agua y en el aire,
y su espíritu inflamable
se encienda con el fuego de la rebeldía.
Ahora la palabra debe aliarse
con la ciencia y con el arte;
mostrarles mil formas de expresarse
y suplir, todo ese odio reprimido,
por cielos sin negras nubes,
que no empañen la vista.