Te sorprendiste.
Me pusiste cara de asco
al verme aparecer
por la puerta del dormitorio.
Me preguntaste qué hacía
aquí, y yo te devolví
otra pregunta:
¿Quién es ese que está
debajo de tí?
No me supiste responder,
era una pregunta
difícil, embarazosa,
tanto que a los pocos meses
te veo en la consulta
de la ginecóloga
queriéndo saber
cuáles son las constantes
vitales
de tu futuro hijo, o hija.
Te extrañó sobremanera
que a esas horas, intempestivas
para ti, irrumpiera en nuestra
casa y rompiese el amor
que se estaba cocinando
en ese preciso instante.
No lo llegaste a entender,
nunca, ni siquiera pasados
tres años del incidente
—por llamarlo de alguna
manera—, cuando, en el parque
—el niño ya rubio, jugando
al escondite con las amigas—
me confesaste, a escondidas
para que no se enterase el padre
de la criatura, que aparecía
al fondo coqueteando con la vecina—,
que me seguías amando
como el primer
día —que nunca dejaste de amarme,
nunca—, y que querías ahora
huir conmigo aprovechando
que el padre de la criatura
coqueteaba con la vecina del quinto.
Te extrañaste, te sorprendió
mi respuesta, y todavía te sorprende
pasados ya tantos años.
Ahora, sentado a la lumbre, contigo,
en el resquicio de un hogar
labrado a base de desavenencias,
me dices que has conocido a alguien.
P.D: Mi cara se hizo poema para disimular
—porque deseaba que me diera una noticia
de estas características teniendo en cuenta
que llevaba días preparando la mía:
Yo también conocí a alguien.