Mi mamá era tan dominante y petatera que mi papá se largó al poco tiempo de conocerla.
Justo 10 meses antes que yo naciera.
Y jamás volvió.
Y así crecí; apegado y mimado escuchando las palabras más dulces de la misma boca que destrozó la paciencia y las buenas intenciones de mi padre.
Paso el tiempo y me hice adulto.
Me casé con una mujer que vivió siempre con sus padres.
En su hogar era todo distinto. Allá el hombre sí era el Hombre y, a veces, se excedía en su rol.
Quizá por eso, cuando formamos nuestro hogar, mi esposa tenía muy claro quien debía tomar las decisiones.
Claro que ella no iba a dejar que un hombre gobernara en su hogar. Y abusara del poder.
No iba a ser como su madre.
Yo, en cambio, supongo que debía ser como mi madre
pero en sentido contrario.
Debía ser manso y humilde, para que la esposa no huyera del hogar y me quedara más solo esta vez.
No era el momento de definir roles; estabamos formando un nuevo hogar y no podía cometer los errores de mi madre.
Entonces decidimos, de mutuo acuerdo, que en nuestro hogar
mandaría mi esposa, o sea,
mi marido
mi padre.
Y yo, en absoluto silencio, bajaría la cabeza y consentiría a los tres.
Y así hemos sido muy felices por los siglos de los siglos.
¡¡¡ O yes !!!