El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió. (Jorge Luis Borges)
Me hallo en este laberinto
de Dédalo sacrificado,
también sacrificado.
Salpicado de demencias,
dudas, incertidumbres.
Salpicado de ti, de mi;
de la llamada de mi oscuridad
y hasta de mi propia luz.
Como autómata, a tientas
acaricio este tormentoso deambular.
Mío es el minotauro que devana los sentidos.
Mío es el minotauro que atesora su propia carne
¡Laberinto, laberinto!
Es que tú, amor, impulsas
estos presentimientos,
estás ausencias.
Estás ansías de luz, de vida y de todo.
Tus ausencias
y las mías.
Los presentimientos,
no son uno,
son tuyos
y son míos,
somos dos,
¡y tantos más...!
Los sigilos temerosos palpan a su soledad.
Ariadna, tensa el hilo
de tu amor.
para atreverme a ser
más entre estas penumbras,
en estas soledades multiplicadas de los dos.
No te hallo,
no te hallo luz,
no te hallo, Ariadna...
¡Ariadna, Ariadna!
El telón de mis intermitencias
tiene luces de misericordias.
Mas, Al final... Y bajo el legado de tu luz,
partiré hasta lontananza.
y en mi barca de indecisas velas
tejeré con hilos invisibles
estos nuevos e inevitables desamores y venturas.
¡Ariadna, Ariadna!
¡Tensa el hilo al ruego de la tal felicidad!
El minotauro se haya rendido
ante tus pies.