Alberto Escobar

Esa patata...

 

Sabio no es el que sabe dónde está el tesoro
sino el que se arrodilla y escarba la tierra 
para conquistarlo. 

—Quevedo, pero no el que canta. 

 

 

La tierra está yerma.
Las lluvias están tardando, 
nunca por estas fechas 
los grumos de arcilla se aterronaban
de esta manera, se acerca la hambruna. 
Eustaquio miraba al cielo
como para que se le apareciera la cara
ensangrentada de un cristo 
harto de azotes y calvarios. 
El cielo era de un azul tan inmaculado
que la presencia de aunque fuese una nube
era tan testimonial como anecdótica. 
La patata, que seguía bajo tierra implorando
una gota de agua, hacía mohines 
en cuanto sentía cerca la mano de su hacedor,
y sus lágrimas, de un dolor concentrado,
le servían in extemis para prolongar la agonía. 
Eustaquio volvía a casa con la cabeza
sobre el pecho y un andar cansino y triste.
Su mujer, que estaba embarazada, moría
por dentro lentamente como termina
un reloj de arena tras contener una playa. 
El pueblo rezaba todo lo rezable, y sacrificaban
todo el tiempo posible en hacer alabanzas
y rituales que convencieran a los dioses de arriba. 
Los aperos de labranza se les caían de las manos,
apenas pudieron salvar unas hortalizas
que llevarse a la boca y engañar de momento
el hambre que ya acechaba, como loba hambrienta. 
De repente un viento, inesperado, se levantó
por poniente, y Eustaquio, sin dar crédito a su tacto,
sintió subir una esperanza desde la punta
del dedo gordo del pie —esto anuncia lluvia, se decía. 
Al cabo de solo media hora una gota, desde el cielo,
se le posó en la mejilla y resbalaba hacia como un lago
seco que su boca se hacía abriéndose de dientes. 
A esa gota furtiva, accidental, sucedieron como fichas
de dominó un sinfín infinito de ellas, torrenciales, 
de una dulzura a la lengua que cualquier manjar 
sería carne de rata al lado del placer que conllevaron
en la sedienta esperanza de la feligresía pueblerina. 
Nadie, lo que se dice nadie, se refugió de la tormenta,
maná como este no podía ser huído ni temido
sino disfrutado, mojado, celebrado como regalo
que fue para una tierra que se hundía en su manto. 
Eustaquio dejó que sus patatas rieran como niñas,
y una vez concluido el jolgorio proceder a su recolección,
pero no antes, a fin de que ellas —que serían comidas
en breve— se despidieran de este mundo 
con una sonrisa en la boca. Todo un detalle de labriego. 
Todo, en el pueblo, eran vítores y gracias
al altísimo, y el alcalde, exultante y hacendoso 
de atenciones a diestro y siniestro, pronunció
una especie de arenga-discurso que arrancó
del corazón de sus oyentes un pellizco de miocardio. 
Toda pasión que termina en dicha deja
de haber sido pasión, pasa a mejor recuerdo
sin factura ni acuse de recibo, se olvida por fortuna.