Elegimos el terreno de juego
una plazoleta o una calle desierta
fijamos las porterías invisibles
y acordamos las reglas del encuentro.
A pares o nones elegimos
las alineaciones para el desafío
de aquella Ilíada de barrio
en sábados enteros o domingos sin pausa.
Luego enfrascados en regates
y en faltas no pitadas,
goles en fuera de juego
y discusiones infinitas
sobre una zancadilla o una patada,
un balonazo mal dado
de excéntrica fuerza
y puntería extraviada,
la pelota en suspenso se quedaba
sobre el tejado colgada
dando el partido por terminado.
Ocurre tantas veces en la vida
que nuestras ilusiones quedan también colgadas
y mirando de lejos esperamos que vuelvan
para seguir jugando hasta que acabe
este partido improrrogable.