Cierras los ojos y la vuelves a ver
es la misma muchacha refulgente,
menudita y alegre, de torso de cristal,
con vestido de tarde
y besos de melaza y de té.
La que espera a que vuelvas
a buscar dentro de ella –como solías hacer–
por todos los rincones de su piel luminosa,
en cada escondite secreto de su cuerpo,
la muchacha temblorosa, entregada
a un largo rato de amor
y a un trémulo momento de placer.
Ahora exiliado de ese territorio
al que no puedes volver
te sientes igual que aquello
que la corriente arrastra
—tronco inerte hacia el mar—,
como a quien ya vencido
nadie puede salvar.