Tengo miedo
cuando el goce
está al alcance
de mi mano.
—Cuando nos situamos más allá del miedo
todo es posible.
Los espantapájaros se clavan siempre
donde está la mejor cosecha.
El miedo le atenazaba las manos.
Ella esperaba siempre, detrás del matorral, cuidando de las gallinas,
echando margaritas a los cerdos, sonriendo su suerte...
El trabajo no era abundante, él se desempeñaba como ferroviario
en una estación perdida en medio de una explotación minera,
y, en compensación, la compañía propietaria le concedía
unos terrenos donde asentarse, levantar huertos de todo aquello
que fuese necesario a la manutención de su familia y montar
un gallinero, y algún corral para cerdos y otros animales de carne.
Recuerdo cómo salía de la oficina de telégrafos, donde tenía
su despacho, para atender cada expedición que llegaba, departir
con el maquinista al que nunca, ni en los días de menos ánimo,
sustraía una sonrisa y algún que otro golpe de humor de los que
gustaba repartir entre quienes le rodeaban, nunca faltó eso.
Ella, al cuidado de todo mientras él pasaba las horas entre puntos
y rayas, no paraba de trajinar: los niños al colegio, las gallinas
protestando la excesiva pugnacidad de los gallos, los puercos
oliendo a infierno, las hortalizas, tan lozanas como ella...
Él sentía la decadencia, veía como la explotación minera
iba marchitándose como una flor cerca del otoño.
Notaba cómo la afluencia de convoyes era cada vez menor,
cómo el transporte de mineral hacia el puerto decrecía
y eso, con un aire de tristeza en los ojos, le iba metiendo
poco a poco en la idea de que ese edén en el que se hallaba
iba borrándose como se borra un sueño al despertar.
Ella lo estaba sintiendo también pero, a diferencia de él,
trataba de entretener el pensamiento en sus quehaceres,
que eran numerosos, y cuando estos le daban tregua
distraerse en las labores de pasamanería que tanto le gustaban.
Así eran las cosas hasta que un día se arrió el telón.
Los trenes no llegaban, la compañía, ya huída de estas inhóspitas
tierras a su entender y a salvo en su país, no le informó
de su cierre, y él, esperando, enviando telegramas
que no llegaban a destino o, si llegaban, eran ignorados como
se ignora a una margarita cuando se le ha consultado por un amor.
Así terminó, pero la vida siempre cierra una puerta para abrir otra.