Amar a aprender
y aprender a amar.
No acabo de aprender.
Salgo de ti como de un atolladero,
como si, distraído, cayera
en lo hondo de un precipicio
y resurgiera a la superficie.
Estoy sano y salvo, sí, pero conservaré
de por vida una muesca en el alma.
Acabo de salir de ti y trato de andar,
de avanzar en un camino sin dibujo,
y siento, desde atrás, una especie
de viento que me succiona,
como si tu boca ejerciese una aspiración
brutal, un respirar huracanado
que desde donde estés me atrae hacia ti,
como si la fuerza de la gravedad, de pronto,
cambiase su orientación y se tendiese,
se hiciese horizontal y me llamara
como el suelo llamó a la manzana de Newton.
Siento como si tu aura estuviera
detrás de mí, siempre, ande hacia donde ande,
y me besara en la espalda
como hacías al despertarte.
Siento, con todo este marasmo,
sumergirme en un mar de confusión,
una especie de caribe cálido
y brumoso donde me sé renacido.
Me da la sensación
de que —de una manera u otra—
este vínculo que parte de mí
y se introduce en ti te persigue,
te arrastra y me arrastra,
insiste en tu carne y se desdora
después de haberte saboreado,
una especie de astilla que cuanto
más se escarba en la piel
más persiste en su presa,
más quiere tu blancura y más tu olor.
No acabo de aprender de ti, sí,
y lo peor es que me siento un zote,
un burro que no ceja en su empeño
a pesar de que el roce del hierro
sobre la piel lo saja, lo baña en sangre;
pero es tan incontenible mi obstinación
que la sola idea de tenerte es más
decisiva que mi anatomía,
que mi integridad de pelo y algodón,
que mi insignificante estar en este mundo.
No aprendo pero amo,
y eso es lo que cuenta, amorcito.