Romey

El alquimista y su sombra

La ultima vez que lo vi fue en la biblioteca. Yacía tendido sobre una larga mesa de madera, con la mirada fija en el techo, y echando humo por la boca. Fue una mañana de abril, una mañana soleada y fría, de esas en las que nunca sabes en qué momento caerá un chaparrón. Parecía absorto, escuchando el golpe crudo de las gotas al golpear el edificio, y a su alrededor había un montón de libros desparramados por la mesa y por los suelos. Creo que él no yegó a advertir mi presencia de tan inmerso que se encontraba en sus pensamientos, sin embargo yo entré en la sala donde él estaba y cogí un libro al azar.

 

Aquel día hacía frío en la cúpula. Cada estreya del firmamento ficticio parecía tiritar. La flores dormían soñando con cálidos colores. Todo el espacio visible era oscuro, y un silencioso viento húmedo volaba libre y azarosamente. Una negra y recta mole firmemente erguida destacaba en el horizonte. Había luz en lo mas alto de la torre: tal vez una flameante antorcha, o la bandera ardiendo.

 

Recordé entonces la tensa y apremiante quietud sentida antes ante el umbral de mi alcoba, cuando inesperadamente cesó el alboroto. Me vi saliendo a la penumbra del pasiyo, amparado por el triple briyo de un aparatoso candelabro. El espectro de mi soledad me seguía mientras descendía las pétreas escaleras en lo que parecía un círculo infinito, una espiral hacia el abismo.

 

A mi izquierda hayé una puerta de madera entreabierta. Era la entrada al cuarto de los espejos. Una voz brujeril femenina murmuraba desde dentro algún tipo de encantamiento. Luego la interrumpió un grito agudo, y la mujer comenzó a recitar con fuerza. La yave estaba por fuera; cerré, riendo para mí mismo, como el travieso niño que había sido.

 

Una potente carcajada renovó mi actitud de alerta. Ésta provenía del gran salón del castiyo. Me asomé a la baranda y contuve un alarido de sorpresa al ver al alquimista encadenado a una estaca de hierro, quemándose vivo en una pira improvisada, rodeado por una expectante multitud de espíritus perniciosos. Apresuradamente y con temple indomable desenvainé mi sable y descendí los últimos peldaños.

 

Desperté con mi cuerpo echado cara arriba sobre una larga mesa, rodeado por montones de libros. Alcé la cabeza y miré alrededor. La yama trémula de una gruesa vela se reflejaba en la cristalera al fondo de la sala. Al otro lado él leía completamente ajeno a mi presencia. Su sombra caía encima de un sable ensangrentado: a su espalda estaba el candelabro.