Original Oriflama Infinita

Ecos en la nada

La casa tiene siete habitaciones y un balcón desde donde suelo contemplar el mar. En una de las habitaciones hay un cuadro, lo cual la hace especial. Es un paisaje claro, un campo florido con un sombrío bosque alrededor, un sueño libertario visto desde los ojos de un monje solitario. Pero en una de las esquinas del lienzo he creído vislumbrar, entre los resplandores de la hierba fresca, con un hombro apoyado en el tronco de un alto árbol, a un espectador, cuyo rostro  se asemeja a la nubre gris que aparece exactamente sobre él. Las otras habitaciones han estado cerradas con sendos candados durante todo el tiempo de mi estancia en esta simbólica casa, sin embargo sé de algún extraño modo que ninguna de las cuales posee ningún detaye característico y que jamas han sido habitadas.




Retumban las paredes cuando las olas chocan contra las rocas que le valen de pilares a la estructura imposible que es esta casa metamórfica. Sus doce habitaciones están abiertas, cada una de las cuales se abre a un balcón con idénticas hipnóticas vistas al océano sideral que rodea mi minúscula isla. Tras la puerta de entrada comienza el desierto, el destierro, la norma del azar. Ecos en la nada se oyen a veces, como cantos arcaicos, versos que intento captar y plasmar en un cuadro. Son las voces del monje y sus discípulos. Hay aquí una habitación para cada uno de eyos, y también un balcón al que asoman sus rostros blancos para cantar salmos cuando se acerca la niebla y el silencio es demasiado.




Quién soy yo si no esa sombra que luce en ausencia de la lógica, una entidad extraordinaria que en sí misma contiene a la casa y a sus moradores, una consciencia que observa la sucesión de las noches eternas, una quimera que reside mas ayá de las apariencias deterministas de mi isla, epifanía, mirada sin ojos visibles, alma elemental del viento que danza en la única habitación sin puerta de entrada ni manera física de salir, pues afuera no existe nada mas que aquel paisaje que debí pintar mientras soñaba, nada mas que el bosque, que es igual al mar, metáfora de la distancia, verdad imaginaria, balcón de una nube bajo la cual la yuvia toma forma humana y canta una música sacra.




Probablemente esta casa yeve deshabitada ya mucho tiempo, tanto que he perdido la memoria intentando encontrarme en sus ilimitados espacios, tras las inquietas cortinas, entre duras paredes que de repente se volatibilizan, en los ecos de los cantos que oigo a medianoche desde el otro lado del cuadro, en el cual la blanca niebla lo ha conquistado todo, salvo aqueya esquina, el balcón donde supuestamente estoy todavía contemplando el mar, el desierto, el destierro, la norma del azar: ecos en la nada.




La casa solamente tiene una habitación y un desván, y unas paredes ausentes. Un viento helado da vueltas por el corredor como poseído por un nerviosismo radicalmente ebrio. Los suelos se han inundado debido al intenso oleaje que azota el flotante tejado. Un río clamoroso surca el interior, viaja veloz desplazando las rocas, moviendo los pilares. Un río que no es de agua, sino pintura, pues vivo dentro de un cuadro que cuelga lastimoso de una última pared tremebunda.




Arena turbia se precipita de la divina albura, poblando el verde prado con su fermento cálido. Fragmentos de un universo que cayó en una lenta decadencia, en un silencio excesivo y enajenante, en un mar de cenizas y preguntas incontestables, mayúsculos interrogantes cuyas puntas de sables rozan los márgenes de la nada. Nada yena de ecos dispares, y ventanas que van por el aire como aves buscando otro isla donde reafirmar la inconsistencia de sus miradas sin ojos visibles, dirigidas inevitablemente hacia la deriva por el mismo viento que da vueltas y mas vueltas tras las tres puertas de la casa. Y despues el monje canta a la oscuridad, y hay alguien mas que lo acompaña, aunque no fue retratado en aquel cuántico cuadro, sino descrito mediante los salmos que dan voz y mas viento al templo al que solamente la selva entra y sale aprisa el agua hasta cubrir de azulidad toda la hierba fresca y el tenebroso bosque que rodea el panorama, fondo incoloro que puede verse tan verde desde mi ventana de verdad imaginaria.

Veo aquí un arcoiris invertido: el cielo me sonríe. Siempre sigue yoviendo, y estoy anegado de tiempo, y estoy solo, y solo no estoy, sino con eyos, con todo el coro de monjes orando al cielo. La casa no existe. La casa es un sueño, es mi sueño. Alrededor del sueño de otro, tal vez un eterno dios, o tal vez nadie si no yo. Me he visto con gran pavor contemplarme. Sí, aquel era mi rostro, ese que ahora busco bajo el fondo de mis ojos, bajo el polvo del desierto, en mi propio destierro, siguiendo la norma del azar como siempre siguen yoviendo ecos en la nada.