¿Todos los poetas no pueden
obtener un doctorado en sinestesia
por la universidad de Columba en Nueva York?
¿No pueden cosechar medallones bajo la luna?
¿Trabajar de catedráticos de ciencias púnicas
trabajar de maestras jardineras? ¿Trabajar?
¿Todos no pueden traducir a concubinas chinas del siglo XIV?
¿Costearse la tercera autoedición?
¿Vivir del aire?
¿No pueden hurgar, deconstruir, fisgonear
construirse una casa sumergida
habitar un palacio de cristal?
¿Reiterar una y otra vez lo no dicho
incitar preguntas de peso ético y estético
desarticular y fragmentar la realidad?
¿No pueden todos recibir la escritura desde un vacío originario
anhelante y veloz?
¿Hipotecar palacio y casa sumergida
traficar estrellitas rebelarse?
¿Robar libros por pobres?
¿Leer así , robados,
a Samuel a Ezra a John
a Juana Inés a Alejandra a Gabriela
y a Joyce a Anne a Margaret
a Wallace a Edgar a Charles
a Arthur a Paul, Vladimir
a Marina a Dulce a Marosa?
¿Y a etcétera y etcétera y etcétera y etcétera?
¿No pueden
agregar más belleza a la belleza
y al horror, más horror?
¿Trazar mapas y rutas
de la ciudad invisible, futurista
que sus sueños predicen?
¿Acosar lo inapresable, moverse
en seguimiento de lo fijo, el poema
como vehículo cerrado y concluso
para atesorar un presente sin detrás ni más allá?
¿No pueden desdoblarse, transmutarse
no pueden extrañarse, balbucearse
y enmudecer al fin?
(Amparo Arróspide, extraido de En el oído del viento (2016)