Carlos Bequer (seudonimo)

CUENTO PARA UNA NAVIDAD (c)

 

Cuento para una Navidad



Escrito con 21 años 


(Escrito en 9-12-81)

Los copos de nieve caían lentamente en los viejos tejados de aquellas humildes casas del pueblo.
Hacía mucho frío, por lo cual se veía alumbrar el fuego de las chimeneas, a través de las ventanas.



Todo era un extraño eco de paz y silencio en aquella noche; se notaba por alguna extraña razón que en el éter flotaba algo distinto, algo diferente a las demás noches, algo que no acertaba yo a comprender; como si las estrellas que furtivas se escondían detrás de las nubes que destellaban fugazmente...me quisieran hablar con un lenguaje que yo no entendía.

Yo siempre había sido un chico que casi todas las personas del pueblo-incluida mi familia- me consideraban como torpe y poco inteligente; y quizás tuvieran razón, pues allí me encontraba yo, caminando en la noche bajo la blancura de los copos de nieve, con ese frío que me hacía estremecer ligeramente; con mis mal cosidos zapatos, que yo mismo me había hecho, que dejaban pasar un poco de la nieve que mis ateridos pies pisaban.

Por mi mente cruzó la idea de dejar de andar por el prado, y volver a casa, sentarme junto al fuego, al lado de mis padres, y acostarme cuando me llegara el sueño; como había hecho durante todos los días, en los quince años que tenía.

Por alguna extraña razón no deseaba volver. Aunque sus padres no le habían tratado nunca muy bien, sentía que no era esa la causa por la que no deseaba volver a casa.
Aunque comprendía en lo más profundo de su ser, que ellos nunca se habían preocupado de él, también sabia que ni tan siquiera lo harían por saber dónde se encontraba en aquella fría noche; a pesar de todo, pensó que no era por eso, pues su corazón se había acostumbrado a la falta de cariño.
Tampoco sabía por qué prefería caminar entre la nieve sin rumbo fijo, solo comprendía que por primera vez en su vida, se sentía muy triste, terriblemente triste y solo.

Incluso sus amigas de siempre:las estrellas, a las que siempre le gustaba contemplar, y les contaba sus pequeñitos secretos, sus ilusiones, sus esperanzas, todo aquello que manaba de su corazón, y que solo podía contar a ellas, pues nadie aquí se preocupaba de escucharle, ya que todo lo que salía de su boca, le decían que eran boberías y cosas tontas de un crío; y entonces aprendió a callar, a guardar lo que encerraba su corazón, y solo a ellas, las estrellas, se atrevía a contárselos, pues allá arriba en el hermoso cielo, con su suave y lindos parpadeos, me parecía que me sonreían; ellas eran mis amigas...no se burlaban nunca de mí.

Pero aquella noche allí no estaban, las habían ido cubriendo las nubes y me habían dejado a solas con mi tristeza.
De mi pecho surgió un fuerte dolor que se fue extendiendo a cada rincón de mi ser; solté un incontrolado sollozo, y todo se estremeció al sentir resbalar por mi cara mis primeras lágrimas, que surgían tan hondo de mi alma, que no llegaba a comprender por qué salían de aquel modo, y en aquella noche.

Mis ropas estaban blancas por la nieve, mi corazón negro por la soledad, y aunque todo hablaba en aquella noche de paz y sosiego, en mi alma solo reinaba el vacío y la tristeza.
Los árboles que soportaban en sus ramas aquella blancura, eran testigos de mi lento y silencioso caminar; y toda la noche fue testigo también de una súplica desesperada que surgió de aquel pecho juvenil: “”¡Mis padres me enseñaron siempre, que tú no existes!, que solo eras invención de los hombres para explicar algo que no entienden que eras un vano sueño, sostenido por pobres tontos como yo; pero esta noche necesito creer en Ti, en alguien que pueda comprender y compartir mi soledad, considerarte como un padre, que me quieras y te preocupes de mí. No sé si existes, pero me gustaría tanto que así fuera… No sé por qué, pero parezco sentirte dentro de mí, que eres algo inmenso y bondadoso.
¡Me gustaría tanto que existieras! Pero al contarle esto a mis padres se ríen de mí y me llaman tonto; si eres tan bueno como imagino, no tendrías reparos en decirme que estás ahí, ¿lo harás?

Estuvo escuchando en el silencio como si esperara la respuesta de ese ser superior en el que creía.
A sus oídos solo llegó reflejado el mismo silencio que reinaba en la noche. La luz de sus ojos se fue apagando, bajó la cabeza y murmuró tristemente: “Tienen razón al llamarme tonto”.

Al levantar la cabeza para volver a su pueblo, vio entonces aquella hermosísima estrella tan resplandeciente como jamás había visto ninguna, parecía poder tocarla con la mano, y parecía estar tan cerca del que comenzó a andar hacia ella, perplejo por su hermosura.

Vio a lo lejos un pueblecito pequeño, y la estrella parecía estar encima de él.
Se acercó hacia allí y entro en las calles del pueblo, miró hacia arriba y vio que era verdad: la estrella estaba justo encima.
Sin saber por qué gran parte de su tristeza cesó y sintió como una suave caricia en su corazón en medio de aquella fría noche.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que las nubes habían desaparecido poco a poco del cielo, y había dejado de nevar. Todo el cielo parecía resplandeciente bajo aquella estrella. Vio como muchas personas pasaban junto a él, parecían muy alegres; eran pastores y labradores, mujeres y niños, y todos se dirigían a un sitio determinado; cantaban y parecían felices.

Comencé a andar detrás de ellos, movido por un impulso extraño que tampoco comprendí. Entonces vi a un grupo numeroso de gente, reunida alrededor de una pequeña y vieja cuadra, comencé a abrirme paso por entre la gente, y miré lo que había en su interior; lo que vi lo había contemplado infinidad de veces en mi pueblo, era algo normal, pero, sin embargo, dentro de mí algo indefinible se conmovió, se conmocionó en lo más profundo de mi ser, cuando vi aquella hermosa mujer con un recién nacido entre sus brazos; poca ropa abrigaba su pequeño cuerpecito, y era prácticamente el calor de los animales que allí se encontraban, los que daban aquel calor.

El niño era precioso, y la madre también, y junto a ellos estaba el padre, con una cara de felicidad que jamás vi a un hombre de mi pueblo cuando llegaba su hijo al mundo; aquellas personas parecían respirar bondad en cada gesto, en cada mirada. Era algo que cautivó mi corazón, borrando todo rastro de mi anterior tristeza.

Vi como dejaban regalos para el niño que acababa de nacer; busqué por mis bolsillos para encontrar algo de valor para regalarle a aquel precioso niño, pero no encontré nada, en mis bolsillos solo se encontraba aquella estrella hecha de madera, en mis ratos de soledad… Que eran todas las horas de mi vida-

Me había sentido muy satisfecho de mi pequeño trabajo y lo guardaba siempre en mi bolsillo como mi más preciado tesoro, pero… Junto a aquellos regalos que yacían a los pies del niño, ¡no era nada!, pero me acerqué muy despacito y lo coloqué junto a los demás presentes, procurando que nadie me viera, para que no se burlaran de mí; sin embargo, la madre del niño me sonrió muy dulcemente y me preguntó con una luz en su mirar que jamás había visto:

¿Cómo te llamas?
Yo le dije tímidamente:“Soy Pedro el pescador, me llaman así porque mi padre me enseña el arte de la mar”, replicó el muchacho inocentemente.

La mujer habló de nuevo: “¡Mira cómo tu pequeña estrella le ha gustado a mi hijo! ¡Cómo quiere cogerla entre sus manos!”

Se la acercó su madre a sus manitas, que la agarraron fuertemente.
¡Ha preferido mi regalo! Pensé orgullosamente.
¿Cómo se llama su hijo?-pregunté-
Jesús, -respondió dulcemente aquella hermosa mujer-.
¡Jesús, que bonito nombre!-me dije-y me abrí paso de nuevo para salir fuera.

Ya otra vez bajo las estrellas, sintió como su frío había desaparecido y sentía un agradable calor en todo su cuerpo, cosa que tampoco comprendía.
“Hay muchas cosas en esta noche que no entiendo”, se dijo para sí.

Mientras tomaba el camino de regreso a casa y caminaba, dejaba su mente volar con muchos pensamientos, y sobre todo pensaba en aquel ser eterno, bueno y poderoso en el que creía, al cual había pedido que le dijera de alguna forma que existía, para que se sintiera feliz, por una vez en su vida; pero no contestó, no oyó su voz; sintió mucha desilusión.

Pero ahora se sentía incomprensiblemente feliz, aunque no había tenido esa respuesta, aunque aquel ser… Si existía, no se había dignado a responderle.
Quizás es que soy demasiado pequeño para que me oiga, y no sepa nunca que existo-pensó el muchacho-. Pero de todas maneras, otra vez, sin saber por qué, se sentía feliz y alegre. “Será que sigo siendo tonto”-pensó con una sonrisa-.

Y por aquellos oscuros campos se alejaba aquel muchacho, silbando alegres canciones, mientras las bellas estrellas, allá arriba, veían alejarse a Pedro, el pescador, de aquel pueblecito llamado Belén.