De un tiempo a esta parte siento
que no me hincha el alimento,
y por más que coma y coma
mi apetito no es de broma.
Esta gula milenaria
se debe a una solitaria
que a mis tripas se ha agarrado
y se come mi bocado.
Pero es justo en nochebuena,
al momento de la cena,
que pone de manifiesto
sus ganas de echar el resto.
Concreté con ella el trato
de cederle el primer plato,
pero voy por el noveno
y este apetito sin freno
ya no ruge sino truena.
Medio pavo no me llena
ni me sacia la lubina,
el marisco no termina
de asentarme el buen probecho.
Solitaria, que te habré hecho
para no dejar resquicicio
a mi bolo alimenticio.
Mi cuñado no da crédito
a un atracón tan inédito:
Se imagina que me escondo
el fuet en un doble fondo,
y anda buscando su presa
por debajo de la mesa.
Le revelo mi desdicha
de ser huésped de una bicha
y entre risas me asegura
que el cianuro me lo cura.
Al verme engullir mi suegra
el jamón de pata negra,
esconde los langostinos
de mis hondos intestinos
para ofrecerme una jarra
por ver si la bicha embarra
y borracha de cerveza
asoma al fin la cabeza
para pedir el turrón
y un golpe de cucharón
le aniquila el gusanillo
de más carne de membrillo.