Entornó los ojos y viró sobre sí mismo. Se internó buscando la oscuridad profunda, o tal vez la profunda oscuridad. No lo sé.
Caminó sin dar pasos, por caminos sin trazar. Miró sin abrir los ojos. A poco andar, adquirió la habilidad de ir a toda prisa, aunque el tiempo aquí no existe. No hay mudanza que delate su presencia, ni relojes que acompasen su transcurso. Sólo cambian los recuerdos, de manera atempa y amorfa.
Pronto comprobó que podía bifurcarse una y otra vez. Dirigirse en varias direcciones, por senderos sin señales, que ya había recorrido otrora.
Nada lo limitaba, excepto él mismo. Su andamiaje de conceptos adquiridos por experiencias, le resultaron del todo inútiles aquí.
Como un bebé recién parido que debe aprehender el mundo, así se fue llenando de sorpresa y admiración.
Pretendió razonar, pero no pudo. La lógica falla fatalmente también acá.
Sintió el tropel de sus latidos, la sangre engrosando sus arterias. Torrentes de adrenalina que no estaban destinados a sus órganos vitales. Tan solo excitaban su mente, allí donde esta se encontrase.
Comprendió, o mejor reaprendió que su cerebro solo conecta, no almacena.
Su historia. Su carpeta. Su expediente. Su archivo, ¡o lo que diablos fuese! Se encuentra más allá de su cuerpo.
Recorrió en un milisegundo la totalidad de su añosa vida. Y revivió todo.
Volvió a gozar y a sufrir lo mismo. Y lloró. Pero esta vez, las lágrimas estaban secas, eran como pequeñas perlas luminosas.
Se esforzó en comprender, y no pudo. Solo revivió. Únicamente recordó. Literalmente recordó. Pues sintió su corazón abarrotado de sentimientos.
Halló amigos entrañables que no buscó. Que simplemente estaban, balanceándose entre hamacas y tortas de azúcar negra.
Volvío a treparse al mismo pino verde de la plaza de su infancia, que siempre llevó consigo a todas partes. Y jugó con los amigos en violenta algarabía.
Sentió nuevamente el ardor en sus rodillas, al rasparse contra el suelo. Buscando el punto de apoyo para lanzar con suerte su mejor tiro de bolita de vidrio “ojito japonés”. Acompañó caracoles en caprichosos y curvilíneos viajes. Observó lombrices, mariposas y hormigas.
Podía visitar cualquier lugar en el cual pusiera su atención. Y no es apropiado decir que allí se dirigía. Antes bien, todo parecía venir a él. Todo transcurria en un carrusel sin pausa.
Y se fue internando por rincones inaccesibles y recónditos. Donde su conciencia no guardó registro. Allí donde sólo pudo pasar su imaginación.
Cual torbellino de hojarasca seca pasaron más y más recuerdos.
Y entregó su voluntad a aquel que la estaba mansamente conduciendo. Y se dejó llevar más allá de su saber y entender. Pero al alcance de su conciencia y su intuición.
Su lactancia se instaló sin esfuerzo ni pudor. Reavivó el calor del pecho de su madre. Aquel lugar confortable del mundo, donde se sintió seguro como nunca.
Y se dejó llevar, a bordo de sensaciones placenteras que ya no recordaba. Ya no pudo parar. Se internó en el vientre de mujer. Donde el mundo deja de ser hostil, es ameno y nada peligroso.
Cual ciudadela de Dios, se sintió por segunda vez plenamente seguro, y calidamente plácido.
Sin que ningun pensamiento lo perturbara, dio otro paso hacia las primicias de su tiempo. Hacia el origen mismo de su propia existencia embrionaria.
No deseo voltearse ni regresar. Tampoco sabría adónde ni a que. Se internó en profundos recuerdos inconcientes, y ya nadie supo nada más de él.