Un poema no se termina,
se abandona.
—Paul Valéry
Te abandoné.
Te dejé tirada en medio
de la carretera, herida.
Me fui y te dejé, lloré
de impotencia, te di
la espalda y me fui, sola,
abandonada de mí, de ti
misma, herida, atropellada,
embutida en un amasijo
de hierro, retorcido, un accidente,
de frente, a más de ciento veinte,
postillas de sangre en las manos,
alguna magulladura en la cara,
diciembre a finales, girnaldas
en la entrada del pueblo,
abandonada, aturdida, ignorante
de que me iba y te dejaba, ausente
al dolor que sentías, sola, me fui,
no funcionaba, no era el momento
de abandonarte, frío, atardecer,
fin de año, casi campanadas,
petardos a lo lejos, escarcha, soledad,
témpanos sobre las cornisas, piernas
que no responden, sin fuerzas,
—me contaste—, y el asfalto caliente,
dos roderas negras sobre el alquitrán.
Me fui andando al pueblo de al lado,
las cabinas de teléfono brillaban
de ausencia, los niños en las calles
tirando petardos, las familias brindando
con cava, ignorando mi desgracia,
y las estufas de las casas, calientes,
y el alcohol calentando los conductos,
y alfajores y mariscos y pescados
empujados hacia dentro y tú, entretanto,
yaciendo yerta, rojo asfalto de tu sangre,
columnas de humo saliendo del capó,
inmóvil, quieta, las piernas incapaces.
Me asomé a una ventana, toqué el cristal,
cuatro caras sentadas alrededor de una mesa
brindaban sordas a las súplicas, otro mundo.
Volví a tu lado, fría, yerta, una manta verde
en el maletero tapó tu naufragio, una sirena
al fondo ululaba azul y blanca, estridente, serena,
—siempre se enciende una luz al final de un túnel—.