Alberto Escobar

Obsesiva

 

Yoko Ono
no tiene 
la culpa
de todo...

 

 


Eran muchas las horas de estudio, las giras multitudinarias, eternas,
las ausencias, largas, su ir y venir al apartamento de Manhatan, 
una constante, su echarlo en falta, inmenso, su estar harta de todos 
ellos y su éxito, inconmensurable, su maldecir, diario, proverbial 
entre sus vecinos, sus llamadas a Tokio en busca de consuelo, frecuentes,
intempestivas —su madre, su psicóloga. 
Era una mujer posesiva —y lo sigue siendo— y lo que le constaba suyo,
incontestable, apodíctico, y la falta de su calor bajo las sábanas, bajo
el silencio de la noche, insoportable —necesitaba su tacto—.
No eran suficientes sus llamadas al mánager para apartarlo de inmediato
de lo que estuviera haciendo y ponerse al teléfono, que aunque fuese
por la brevedad de unos minutos salieran de su boca palabras de amor,
alguna caricia en forma de pentagrama, algún te echo de menos cariño. 
Su éxito la castraba tanto como la reducía a la nada, la confinaba a hierro
en una ciudad que detestaba, que le recordaba al Tokio de su infancia
cuando el invierno acallaba las calles de bullicio, de vida.
Algún día se levantaba al trabajo con el cansancio de quien no ha pegado 
ojo en toda la noche, pegada a un aparato de radio cuya voz, aséptica,
en el conjuro de una densa quietud, se tornaba más afectiva y acogedora. 
Su quehacer diario —exigente, por otra parte— apenas lograba distraerla
de su vacío, de pensar en él y en si, por una carambola del destino, una chica,
más joven, más guapa, se hubiera cruzado a propósito de algún concierto. 
Durante sus ausencias ella incrementaba el ritmo de trabajo, las sesiones
de fotografía eran más largas, más meticulosas, y el agente literario, paciente,
en ocasiones perdía los nervios ante las ocurrencias, los caprichos de diva, 
y las impertinencias que prodigaba como manera de llamar la atención
—tanto que este se contaba ya como el cuarto desde que empezara el año—. 
Le costaba cada vez más cubrir su ausencia, y me atrevería a afirmar que no era
tanto la falta de intimidad con él cuanto la inseguridad que le producía pensar 
que mientras lo extrañaba pudiera serle infiel. Eso le subía por las paredes. 
Pero tenía una convicción muy vigorosa, cada vez más: Que algún día
sería solo suyo, y a no mucho tardar.