Romance del amor platónico
Yo no sé cómo se llama
ni de donde haya salido,
solo sé que su belleza
a cualquiera da motivos.
Pues, amarra con sus ojos
envolviendo en los corpiños
la mirada encantadora,
la sonrisa y los delirios,
que, cualquiera enamorado
acomete un buen delito.
Me he arrimado yo a la fuente
desde el día que nos vimos,
preguntando por su nombre,
prisionero en laberinto:
¿dónde vive la condesa?
¿dónde queda el jeroglífico?
Yo por ella doy la vida
asumiendo el participio.
A pesar que entre nosotros
nos divide como un hilo
la sonrisa de la noche
y las puertas del presidio.
Yo, que nada tengo, nada...
Yo, yo asumí el compromiso,
de buscarla y de quererla
bajo el canto de los grillos.
Aunque cueste una fortuna,
aunque muera en el camino:
solo sé que esa mujer
de cuyo nombre, prescindo,
se ha robado hasta los sueños
de aquel soldado prodigio;
el que le vio con terneza
cuando moría de frío,
el que, sin decirle: ¡hola!
Atravesó todo el limbo,
el que miró su hermosura
caminar a un solo ritmo,
el que sonrió, de repente
como un guerrero legítimo,
el que siguió cada paso
sobre la tela del juicio:
el que sigue preguntando
¿dónde te encuentras, suspiro?
Yo. Yo soy el jardinero
que vio dulzura contigo,
yo soy el que te busca
¡oh, mujer del hemistiquio!
Yo no duermo viendo al cielo
al saber que es el principio.
Solo digo, justamente
que me has hecho, dulce hechizo.
Porque, aunque no lo sepas
ya he perdido los estribos.
Samuel Dixon