Cuando se escribe por necesidad interior uno vive lo que ha escrito, no escribe lo que ha vivido. El escritor auténtico escribe con su carne, su sangre, su médula, lo mismo que la araña teje la tela con su propio cuerpo.
— José Luis Sampedro.
La lumbre de la chimenea tiembla,
no ha carbonizado bastante, un aire
caliente llena la estancia, irrespirable,
me late algo más deprisa el corazón
al contemplar las fotos, el blanco y negro
me entristece, el sentir se me amontona
en el bolsillo del pijama, el café aún no sale,
las neuronas están pendientes de él,
sin su dosis no soy persona, y se recrean
en un compás de espera que me pone la piel
de gallina.
Creo que he dejado la ventana del cuarto
abierta —pensé de pronto—,
y subir las escaleras es un ejercicio
que se me antoja imposible, la rodilla
sigue en un naufragio cuyo final no atisbo,
no advierto en ninguno de los rincones
de mi esperanza — desfallezco de melancolía.
Tengo que subir a cerrar la ventana
—me digo urgente— y me siento en el sofá
para encarar las zapatillas —con lo agusto
que estaba tendido—y emprendo hacia arriba
el pie derecho sobre el primer peldaño.
La rodilla me hacía un gesto de desaprobación
al que hice caso omiso —acabó agradeciéndome
el empeño— y, tras un suceder ascendente,
llegúe al umbral de una puerta que temblaba
de viento, la abrí, crucé un túnel de hielo
hasta la ventana y logré cerrarla contra el dolor
de apoyarla con toda la fuerza que pude reunir.
Al volver la vista comprobé sorprendido
que la foto de la mesita de noche estaba vuelta
hacia la pared, —qué fuerte debió de ser
el viento que entraba— pensé, y sentí como
desde los pies me ascendía un hormigueo
vivo, punzante, que subió el torrente
sanguíneo hasta alcanzar el pecho.
¿Qué me pasa?
Bajé la escalera, afronté el primer escalón
—el más empinado y difícil de todos—,
y me entró un inesperado vértigo
—nunca me había pasado—
me dije.
Gané el sofá y me desparramé
en él con la alegría de haber logrado
la más preciada de las metas, me recliné
sobre la molicie apetitosa de este almohadón
y me dejé seducir por Morfeo —qué placer—.
Al poco de conciliar el sueño empecé
a soñar —la rodilla parecía dormida, respiraba,
y sus labios sellados al quejido,
a la desventura de un nervio pinzado...
Sueña, tranquila, inocente..., y yo con ella.