Lo que no es tradición es plagio.
—Al último que se la escuché
fue a Sabina (aunque sé que no es suya)—
Suelo escribir al tenor de una cita, al calor de un pensamiento,
pero en esta ocasión me quedo en blanco.
Abuso en exceso de la escritura intiutiva, aquella que surge
de repente a medida que tiras del hilo, esa de la que en tiempos
de Maricastaña llamaban automática, sobre todo los epígonos
de un tal Breton y de otro tal que llamaban Tristan Tzara o algo
por el estilo.
Emprendo unas líneas; a ver qué resulta:
No creo.
No creo poder,
no creo inventar,
estoy hecho de retazos
de otras telas, de tejido
de otros tejidos que ya
fueron tejidos por otros
tejidos y estos por otros.
No doy para tanto, solo
imagino que creo y no creo
que lo que pueda crear
sea mío —nada es mío
por otra parte, nada es original—.
El magma que me rellena
es una sustancia caliente
que es ardida por un recuerdo,
por un sedimento debido
a otros sedimentos y estos
mezclados en otros crisoles
más antiguos, cada vez más
si soy capaz de remontarme
en la geografía de los tiempos.
Soy un centón, una manta hecha
de retazos de otras mantas
cuya lana me abriga de prestado
—no, no soy capaz, no puedo
inventar nada que no sea antiguo,
nada que sea mío realmente —.
Me empeño en vano
en hurgar entre el sargazo
de mis fibras para hallar el elixir,
ese motor primero que por fin,
por primera vez, me lleve a pergeñar
algo que sea mío, que sea esencia,
pero no puedo, mi esencia está
mixtificada de tradición, nadie
es puro en su raza, la mezcolanza
es la ley que impera en la piel,
en la carne, en el sentimiento
de cualquiera que se digne humano.
No, no he alcanzado, no lograré
por más que me empeñe
mi propia piedra filosofal,
esa fórmula mágica que me haga
transformar cualquier palabra,
cualquier frase, texto, hipertexto,
novela corta, menos corta ...
en algo original, que merezca la pena.
Por eso no lo hago, no me atrevo...