Hace años que reservaba un momento del día y esperaba con emoción la llegada del tren de las 18. De tanto usarlo, conocía cada andén y los asientos a la perfección, las personas que subían y bajaban siguiendo sus propios destinos...
Cierto día, como uno entre tantos, las puertas se abrieron y subió ese joven de rostro serio y mirada fría. Sin embargo, él no lo sabía, pero había iluminado todo el vagón. La forma de sus labios y el puente de su nariz parecían dibujados por un artista.
Este hombre, con ese rostro de ángel caído, iba mirando la ventanilla como un melancólico, había deslumbrado mis ojos... ese día volví a mi hogar, pero su rostro angelical no salía de mi mente.
Cada día a las 18, él subía en el mismo vagón, en el mismo asiento. Pasaba mi viaje admirando cómo ese hombre casi al borde de la divinidad podía moverse entre tantos mortales, mirando el paisaje o leyendo ese libro de tapa gastada.
Mi rutina, después de mi actividad, se había convertido en un pasatiempo apreciado. Miraba el reloj ansiosa, caminaba hacia la estación para subir al tren de las 18. Me tomaba un momento y miraba mi rostro en el espejo. Maquillaba mis labios con un sutil carmín, arreglaba mi cabello solo para intentar que sus ojos se clavaran en mí. Hacía tanto tiempo que me había olvidado de lo que se sentía ser una mujer; había olvidado esa emoción de cuando esperas un reencuentro. En otras palabras, me sentía viva.
Ese tren de las 18 se llevaba mi alma cuando partía hacia su destino. Siempre solo, melancólico, y yo, al bajar, solo deseaba volverlo a encontrar.
Días pasaron y esos días se convirtieron en estaciones del año. Todos los días solo anhelaba subir a ese tren. Mi ropa había cambiado de color, mi perfume era más notorio, y llevaba conmigo un libro para intentar llamar su atención.
Recuerdo ese día en julio, un invierno gélido, porque ese día su sonrisa me correspondió. Ese hombre melancólico y de mirada álgida sonrió y se bajó.
Al día siguiente, llevé mi mejor vestuario, mi perfume, y mis botas sonaban en el piso; todo parecía perfecto. Llevaba en mi mano un libro para obsequiarle, adjuntando mi contacto. En ello iba mi alma y mi deseo.
Pero él nunca subió. Mi corazón se estrujó. Al caer la noche, todo fue sombras, una amargura sin razón invadió mi ser. Mi oportunidad se había ido; cuando tomé valor para confesar, simplemente ya no estaba... Quién diría que esa fue la última vez que su rostro quedó impregnado en mis pupilas, cuando lo sentí mío, correspondido, se había desvanecido.
Pasaron años, pasaron estaciones, y aún sigo esperando ver su rostro en esa estación.