El traficante de silencios
espera en el fondo de
una calle estrecha donde la
oscuridad ha hecho un nido.
Al pedirle una dosis de silencio
se fija en los decibelios turbios
que le cuelgan de las orejas
al cliente y sube el precio porque
sabe que es un náufrago
perdido en un mar de sables.
Hoy en día el silencio es
mercancía muy golosa,
una forma peculiar de riqueza.
Se extrae de rápidos parpadeos,
de nubes que bajan del cielo hasta
convertirse en niebla,
de huellas de pisadas leves,
de sombras sin dueño
que se dejan jirones en
las rocas a la intemperie o
de cristales de espejo que
están siempre mudos.
Silencio como oro insonoro,
bálsamo para los oídos,
paréntesis y refugio:
un sedante perfecto.