Alguna vez sostuve
en la mano un símbolo,
y sabiendo de mi inconciencia
lo escondí lo más posible;
empezó a latir, intenté
doblarlo y guardarlo
-como un papel-
más adentro; lo puse
al lado de las costillas,
apenas un espacio
con el corazón; seguía
latiendo, las vibraciones
lo pasaron al pulmón,
siguió latiendo,
empezó a perderse
entre las ramas
del resto de mi cuerpo;
siguió vibrando, logró
incorporarse a mi sangre
cuanto más yo
lo iba negando; hizo
eco en las arterias
como un colectivo que
va brusco por un túnel;
recorrió a velocidades extremas
por la punta de mis pies,
dedo a dedo fue dejando calambres;
pero siguió su curso y en lo que sentí
fueron saltos
chocó nuevamente contra mi pecho,
desde adentro sentí el quiebre,
los destrozos, los vidrios despedazados
que ahora me cortan; pero esta vez no
volvió a mis costillas, no quiso
sino trepar a mi garganta,
a rasparla con sus garras
como si fuera un tigre; agazapado
y ahora más lento
llegó a la lengua; y lejos
de dormir, empezó
a acechar a las palabras,
presa predilecta de semejante criatura;
las corrió entre el pastizal
de mi boca, tanto así
que tuvieron que irse, salir de ahí
para refugiarse en otro lado,
acá mismo, donde escritas
quedan a salvo,
para siempre de la muerte;
del olvido y las garras
de otro tigre.