Que sin saber hemos sabido
querernos como es debido
sin querernos todavía
—Ahora. Sabina.
Quise, te quise.
Allí, en lo alto
de una montaña de heno,
allí, donde habitan
todas las agujas de todos
los pajares del mundo,
esas agujas que nacen
de la paja para pinchando
recordar del pecado de lujuria
que se está cometiendo
en cada preciso instante.
Te quise, sí, como se quiere
al vaso de leche de mañana,
fresquito sobre la garganta,
ni muy edulcorado ni muy poco,
con su justa carga de nata
—esa que se queda pintada
sobre el futuro bigote—, así,
como la brisa que de verano
te llega cuando el calor más vivo
azota, cuando más hambre
de sudor y de besos acusa la noche.
Quise, pero si me atengo
a la serenidad que da la distancia
no te quise tanto, a decir verdad.
Fue un querer circunstancial,
obsesivo, como un Freddy Krueger puñal
en mano avalanzándose sobre tu cuello,
como una hiena desea la carne
ya putrefacta de la víctima de un león
victimario como fui yo en tu ocasión.
Quise, te sigo queriendo, ahora que pienso,
que me paro a recordar lo nuestro,
aunque reconozco lo torpe que fui, lo vil
y despreciable ante tus constantes súplicas,
lo insensible, lo inhumano ante el dolor
que colmillo abajo se te derramaba, tu axila
hirviendo ante la acometida de mi ingle,
tus gemidos, que hasta la vecina del cuarto
se dignó dar cuatro golpecitos sobre la pared
para ver si pudiera ser que pegara aunque fueran
dos horas un ojo esa noche, todo en vano...
Ya putrefactos esos momentos, esos recuerdos
tan ardientes que el destino convirtió en papel
mojado, y ni siquiera levantó acta, para qué.
Te quise, sí, y ahora te pienso, aquí, en la penumbra
de este fuego que ya pide brasas.