Alberto Escobar

Tan inmaduro...

 

Cuando las arañas 
tejen juntas atan 
a un león. 

—proverbio etíope
no transcrito con exactitud. 

 


Insisto en la ventana, 
el mismo paisaje, 
la misma luz, intensa,
el mismo domingo,
el mismo soneto 
que se me resiste
—me aburre contar—, 
los niños en el patio
jugando con una motovespa
rosa de pitido simpático,
se pelean tal y como lo hacía
de pequeño, tonteando 
con unas niñas, infinitamente
más inmaduros que ellas, 
imponiendo —ellas— su dominio sexual
sobre la inocencia aplastante de una genitalidad 
incipiente y que con el tiempo acabará
frustrada; impotentes ante la fuerza arrolladora,
telúrica, que ellas encierran —nihil novum sub sole—.
Una chica —parece alfa— se envalentona
con un chico, hace poses de aquellos
machotes de siempre, líderes de manadas,
hinchadores de pecho, afiladores de miradas,
lectores del miedo en el miedo del más débil,
de quienes se le rungan ante su presencia.
Le pega un cachete en la mejilla derecha
por malo, por no obedecer las órdenes, 
las reglas de un juego sin precedentes,
de un juego que la chica alfa se inventa
y, aunque en contra del parecer del resto,
ella impone y establece como si el poder
fuera solo cosa de ella, su solo manantial, 
pero otro, más pequeño, más delgado,
se le rebela, se le envalentona y ella,
perpleja, inesperada, aprueba el gesto,
premia el atrevimiento y se apostrofa, 
se constriñe, lo aplaude y asiente, sonríe. 
Al fondo un avión se aproxima y me encanta
verlos desaparecer tras el árbol pegado
al edificio blanco —no sigo porque de esto
ya escribí—, y la luz que envuelve el pedazo
de cielo que veo desde aquí me parece 
de una tesitura deliciosa, para comérsela, 
tanto que invita a salir, a lanzarse balcón
abajo y volar con la única salvaguarda
de la imaginación; dejarse planear al colchón
que las corrientes extienden arriba y soñar
que no soy ni materia ni forma —hace unos
minutos leí a Alfarabi comentando la Metafísica
del estagirita—, que solo alcanzo a ser un concepto,
y existo en cuanto existe este segundo,
este espacio de tiempo al que llaman momento. 
Me asomo a ver si los niños siguen abajo,
el banco en el que estaban está ya desierto
pero sigo oyendo el pitido de la motovespa,
y escucho algún grito, alguna risa, y las nubes 
al fondo, coronando la montaña, no son una amenaza,
están en modo estratocúmulo algunas
y otras más bien círricas, pero todas ellas
al lo lejos, sin molestar, en donde son ornato
y no tristeza —el azul es ley, todavía—. 
, éramos tan inmaduros comparados
con ellas —y no he dejado de serlo,
no he salvado ni salvaré jamás esa distancia—.