Ayer, querido amigo,
visité el cementerio donde un día sepultamos tus miedos
y, en parte, mis fantasmas,
allí vi cómo ardían al sol de la mañana las estatuas de sal
y los vestidos de fiesta
y las llamas caían con olor a tabaco y sonido de tambor.
Pretendía saber
si a golpes de silencio la tristeza te habría desfigurado,
si sigues escribiendo y alguien lee tus poemas y respira
el olor de tu cuerpo.
Y pregunté por ti: no está, me dijo alguien,
aquí sólo habitamos los suicidas conversos,
los hijos del rencor,
los resentidos,
los que sólo abrigamos sueños concupiscentes y obsesiones insanas.
Y es que sé que en tu calle no existían prostíbulos
ni olía a perfumes turbios,
yo sé que te enfrentabas a la vendedora de manzanas y a escondidas
le secabas las lágrimas:
pues bien, amigo mío,
la muerte no es la nada que tú tanto temiste ni el todo que esperabas,
pero debes saber que es algo más
que un canto alrededor de una montaña de carne putrefacta,
la muerte es el olvido,
una tregua,
la muerte es y no es, y no es la imagen
que conserven de ti quienes dejaron en tu duelo su firma
sino aquello que queda cuando nadie se acerca a preguntarte
qué te ocurre,
qué piensas
o en qué parte del mundo se disputan los príncipes
la última batalla.