Entremos más
adentro
en la espesura.
—San Juan de la Cruz.
Es sublime.
Sublime es ver
la coloración que el bosque
va tomando conforme pasa
el día, a medida que viajamos
por la sucesión de horas
que nos va ofreciendo el reloj.
Me apetece ver ese efecto,
sentarme debajo de este árbol
milenario y sentir el peso irremediable
de sus hojas, de su savia,
y fundirme a través de su corteza
en la sustancia que lo define,
que hace que su nombre se pronuncie
así y no de otra manera, que se le llame
ficus y no almendro —por poner un ejemplo.
Me gusta mirarte en esta tesitura
que estoy describiendo, cómo tu cuerpo
recibe toda esta inmensidad, cómo la naturaleza
con mayúsculas que se cierne a nuestro alrededor
se sintetiza en ti y te concede esa misma grandeza,
esa totalidad concuspicente que tanto me pone.
Que este extracto de luz que ahora se filtra
por entre aquellas hojas llegue a ti, a las inmediaciones
de tus ojos y se funda con el azul garzo que los caracteriza,
que, refractándose al contacto con tu líquido, reproduzca
el espectro infinito que constituye un arcoíris.
Recuerdo que le dije unas palabras a este respecto,
ella me miraba incrédula mientras las pronunciaba,
y con una media sonrisa ladeada y una expresión
en los ojos entre irónica y guasona me tildaba
de loco, pero no de un loco de atar sino más bien
de un loco de diseño, concebido para solo impresionarle,
nada más, y conseguir la pitanza deseada, su carne,
y transgrediendo toda norma moral
me dio un beso, un beso repentino
que me empalagó de azúcar y a la vez me abrasó
de sal marina, de esos que quedan
impresos de por vida en los labios,
en la biografía de cualquiera que lo reciba.
El bosque despertaba entonces.
Dormimos en una tienda de campaña
de esas que venden en Decatlón,
de esas que duran lo que dura una aventura.
Al abrir los ojos, ella primero y yo segundo,
a la cerrazón que suponía el techo de lona verde,
con el cortisol en su punto culminante, surgió
un abrazo de sentirnos solos en medio
de una infinitud hostil, como si hubiésemos
dormido en el vientre de aquella ballena
que tragó a Jonás por accidente, sin previa intención,
durante tres días y tres noches, justamente
como fue esa vez.
De esto le hablaba ayer, recordando al hilo
de unas fotos que hallé de casualidad.