Estoy inquieta.
Me invade la tristeza.
Mi gran amor partió hacia un lugar
lejano, un lugar
que no tiene regreso.
Dejó mi corazón abandonado.
Solo y roto. Sin consuelo…
y sin derecho al reclamo.
Se llevó las caricias y los besos que eran
de mi alma el sustento.
Me siento atrapada.
Vivo en compañía de una joven melancolía.
Ella guarda las llaves
de las puertas del ayer
y regula el comportamiento
de los pensamientos.
Es experta en poner barreras entre el
pasado y el presente y también
en dictar reglas sobre la ida y la vuelta
de los recuerdos...
Por momentos logro escapar de su lado…
Corro y me refugio en el pequeño arrollo
donde estuvimos, él y yo,
muchas veces disfrutando del agua…
y lo llamo, con brío, pidiéndole socorro.
Lo veo llagar, sofocado y curioso,
con la habitual manera de su saludo idílico.
Me toma de la mano y caminos juntos
hasta aquel viejo árbol de cerezos maduros
que nos gustaban mucho…
Y de pronto ¡sorpresa!
Un suspiro llegaba
seguido de un romántico abrazo
fundido con un beso.
Y mis ojos reían casi al borde del llanto
y sus ojos pedían prolongar la unión
para después correr hasta el jardín cercano
donde estaban las flores
que eran para ambos
un verdadero encanto.
Y, así siempre eso.
Sí, eso…
hasta que la Señorita Melancolía
me toma de la mano y, tranquilamente, dice:
“es hora del regreso”.
Amelia Suárez Oquendo
23-01-2024