Ama
y haz
lo que quieras.
—San Agustín.
No sé qué hacer.
No sé si lo que pienso
es lo adecuado.
No sé si haciéndolo
daré con quitarme
un peso de encima.
Ayer lo hablé
con mi psicólogo.
Él me confesó
que si fuera yo
haría esto y lo otro,
y yo le contesté
que por fortuna no es
ni lo que soy ni lo que fui.
Y si no fueras yo, ¿Qué harías?,
le repliqué, y él me contestó:
yo haría esto y lo otro;
miré al granulado del techo
del gabinete, color malva, y le dije:
pues si yo fuera tú me divorciaría
de tu mujer y me retiraría una temporada
a un monasterio de esos que ofrecen
retiros espirituales por un módico precio
—y él me contestó que esto y que lo otro—,
y me dije: siempre me contesta lo mismo,
ya no vengo más, me cambio de psicólogo,
pero no sé que hacer porque al final
uno tiene su corazoncito y a todo se le coge
cariño, y al fin y al cabo lo que importa
es que me escucha, que lo que me diga
es lo de menos, que esté ahí,
porque diga lo que diga voy a hacer
al final lo que me dé la gana...
Si quiere seguir contestándome a todo
que si esto y que si lo otro que lo haga,
yo lo quiero por cómo me mira, por cómo
su voz reverbera entre las paredes
de este sucio gabinete, por cómo le tiembla
la comisura de los labios cuando me dice
una mentirijilla de las suyas, por cómo me cuenta
milongas aún sabiendo que no me las estoy creyendo.
Si me quiere seguir diciendo que esto y que lo otro
que siga, hago oídos sordos y le pongo cara
de creérmelo todo y de agradecer el favor
que me está haciendo templando las marejadas
que corren en mi mente sin rascarme el bolsillo
—porque no le pago un euro, es mi empresa
quien corre con los gastos y de la nómina no se me
detrae nada por este concepto ni por otros—.
Él se llama Manuel pero ya le llamo Manolo,
ya me invita a café y a veces también a cruasanes.
Que me diga lo que quiera, total...