En un rincón del templo, arrepentido,
cabizbajo, rezando avergonzado,
suplicando perdón por su pecado,
un ser humano llora arrepentido.
Ante el altar, en su interior sumido,
un Padre Nuestro en lágrimas regado,
ofrece al cielo en su dolor postrado,
sumiso ante Dios, ante El perdido.
Ni siquiera levanta la cabeza,
ni golpea el pecho con ostentosa
hipócrita actitud de desconsuelo,
sino absorto, invadido de tristeza,
implora con oración fervorosa
clemencia no a los hombres, sino al cielo.